viernes, 5 de junio de 2009

Disculpen las molestias.

Bestias mecánicas rugen entre una polvareda de calles levantadas. Reina el ruido de taladros que devoran aceras con tal sutileza que el rígido cemento parece cartón mojado. Letreros de “Cortado por obras” acompañados de conversaciones de inmigrantes, algunas en lenguas eslavas, otras, en un castellano cantado. La jornada empieza muy pronto. Hombres curtidos a sol, polvo y cuyas manos son más ásperas que una lija llevan un “tupperware” o un bocadillo de chorizo con tomate bajo el brazo. Ocupan rápidamente sus sitios y el concierto monótono de la construcción empieza. Los movimientos de este concierto son lentos, aburridos y desagradan al público. Es su trabajo. Joder a la gente con las obras. Un “Señora, estamos en obras”, seguido por malas caras o por un “Vaya mierda, este país siempre está en obras”, es el pan de cada día. Después del receso, el concierto continúa. Están los hombres que, increíblemente, ante el fuerte taladro no cierran los ojos, los que dominan a las bestias mecánicas, los que ágilmente introducen tubos, cables… bajo tierra. Unos destruyen y otros construyen. Los que vuelven a dejar las calles como estaban (o como ellos recuerdan que estaban). El compás es rudimentario, grotesco, monótono. Alguien tiene que hacerlo, el mundo no necesita solo médicos. Al caer la tarde, los músculos dorados y esculpidos por el duro trabajo del día, y las pequeñas barrigas de los patrones, vuelven a las furgonetas y se regresan a casa. La obra no ha acabado, pero mañana será otro día en la marabunta de ladrillos. El llamado reino de las obras ha revivido, motivado por aquello conocido por “gasto público”. Un gasto, puede ser, un poco atrasado. Pero, al fin y al cabo, más vale tarde que nunca.